Oct 072012
 

Häxan impresiona hoy, incluso antes de que empiece el film. Sobre un fondo oscuro, vemos una primera imagen: el rostro de Benjamin Christensen. El cineasta, antes de mostrar, de iniciar su lección de historia, proyecta su mirada hacia nosotros. Un severo primer plano que apela al exterior, a una imagen que no existe, que no puede existir en su película, pero que da una respuesta a todo el film. Nosotros mismos. Nuestra conciencia. Capaz de dormirse, desaparecer, y generar ese monstruoso acontecimiento, la gran Guerra, que se cernió sobre la tierra como un vampiro cósmico para beberse la sangre de millones y millones de personas.

Empieza la lección de historia, y Christensen pasea su lápiz y su varita marcando los motivos más importantes de una serie de ilustraciones que muestran diferentes aspectos de la brujería. El cineasta podría perfectamente no señalar, e insertar un primer plano, pero prefiere respetar la imagen de una cultura que funciona como huella de una creencia, y la manipula lo menos posible. Así, en un gran plano general, entendemos un mundo dominado por la idea del demonio. Según las culturas primitivas, la Tierra era un punto fijo en el universo rodeado de una capa de fuego, que albergaba en su corazón a todos los demonios. El mundo era un espacio cercado por altas montañas, cubierto de un cielo de acero, en el que las estrellas colgaban como lámparas. Y en este contexto, tuvieron lugar las más oscuras historias, las más diabólicas representaciones: imágenes de magia, hechizos, conjuros, misas negras, aquelarres, herejías, danzas satánicas,…todas ellas contempladas de un modo satírico por el propio Christensen, que interpreta al diablo. Para el cineasta, ninguna de estas prácticas, ninguna criatura generada por la superstición, transmite pánico. El verdadero horror reside en otros lugares, concretamente, en los monasterios, los conventos y las iglesias. En Häxan, la religión y el terror son dos conceptos que están muy unidos. La palabra monstruo, del latín monstrum, quiere decir aviso divino. En nombre de Dios, los monjes y miembros de la inquisición son los verdaderos monstruos de la película, que avisan, iluminan y siembran con sus hogueras el terror y la muerte.
Sea como oposición a la iglesia, culto al diablo, o como simple enemiga del cristianismo, la brujería no deja de ser la más antigua e ingenua de las medicinas. Sus imágenes aparecen en el film de Christensen en planos exteriores de tonos grisáceos o azulados, mientras que los interiores cerrados de los monasterios, donde la inquisición tortura, aplicando su celo maníaco-religioso, se presentan teñidas de rojo, bajo una textura diabólica. El infierno está aquí, entre nosotros.

La dirección de Christensen no busca el horror fácil, sino que más bien aplica un minimalismo expresivo, que apunta, pero no resuelve las secuencias más dolorosas del film. En una de las escenas de tortura, la de la confesión de María la tejedora, Christensen sólo muestra el rostro dolorido de María combinado con la mirada sanguinaria de los verdugos, una sinfonía de rostros que anticipa claramente La passion de Jeanne D’Arc (1928) de Dreyer. Tampoco se juzga directamente la superstición, sino más bien la barbarie resultante de ella. De hecho, el film, estructurado gratuitamente en siete actos, revela detrás de esa cifra perfecta, a un cineasta supersticioso.

Insólitamente, la película conoció dos resurrecciones: una en 1941 y otra en 1968. Con motivo del reestreno de la película en Dinamarca, Christensen filmó un prologo de 8 minutos en el que explicaba las virtudes expresivas del cine mudo y hacía una clasificación de las brujas. La segunda , fue una maniobra bizarra del oscuro director Antony Balch , que rebautizó el film con un título afortunado, Witchcraft through the ages (La brujería a través de los tiempos), y la lanzó como si se tratará de una midnight movie, proyectando íntegramente en blanco y negro una copia en bastante mal estado, a la que añadió una locución de su amigo el escritor William S. Borroughs, que empezaba recitando una suerte de exorcismo: Curse go back, Curse go back! (¡Maldición, retrocede!).

Oct 042012
 

En el cuarto film de ese gran director llamado Salvador García Ruiz todas las secuencias llegan a una conclusión que trasciende la pura sexualidad

Una buena película no se limita a mostrar aquello que ve, se centra también en la forma, cómo percibe cada situación, cada motivo, y, lo más difícil, refleja lo intangible, aquello que parecía invisible a la cámara y, sin embargo, está presente en la elección de la luz, de los colores, en todo aquello hacia lo que apunta más allá de los márgenes del encuadre. Estos tres modos de ver, del más simple al más complejo, no sólo definen y separan al magnífico trío protagonista, también son la esencia de un cineasta que, como pocos en España, cuenta con la cámara, con los sonidos, obviando esas tediosas explicaciones y subrayados absurdos que uno emplea cuando no confía en la sensibilidad del público. La saludable complejidad de Castillos de cartón consiste en que todo en ella responde a una triple intención: mostrar, sublimar, y, sobre todo, cuestionar ese complejo lazo emocional que, inicialmente, superpone al entorno cotidiano (la España de los 80). El feliz y productivo menage a trois que describe, pasará de encajar en una misma imagen a disgregarse en sucesivos encuadres separados. En realidad, lo que el cineasta señala con esta descomposición es que cualquier vínculo, por muy trasgresor que parezca, sigue siendo frágil cuando genera sus propias leyes y tabúes. La misma banda sonora señala esta fragilidad que transita del trazo firme de un lápiz que garabatea, hasta el rumor del mar, última huella de una libertad que pervivirá como un fantasma.

Oct 012012
 

Coordinado por D. Jesús de la Llave, en colaboración con los cines Kinépolis, durante mayo y abril del 2005, presenté la segunda de un ciclo llamado “Belleza que salva al mundo”, que reunía 4 películas: “La joven de la perla” (Peter Webber, 2003); “Zaman, el hombre de los juncos” (Amer Alwan, 2003), “El arca rusa” (Alexander Sokurov, 2002) y “Hero” (Zhang Yimou, 2002).

Propósito. “Los periódicos y la televisión nos hablan sin cesar del mal y de sus múltiples manifestaciones. Parece que todo conspira contra el deseo de felicidad y bien que todos tenemos. El escepticismo se dibuja como la única posibilidad de mirar la realidad.” . Frente a esta fatal circunstancia, el cine se propone a menudo ponernos en contacto con la belleza.

Notas de mi presentación. Rodado en formato digital y concebido en la clandestinidad, Zaman, el hombre de los juncos es el primer filme iraquí en quince años. Un largo trance de silencio que invita a reflexionar sobre la necesidad que cada nación tiene de construir su propia cinematografía, la función del arte y, concretamente, del cine.

Las primeras imágenes que vemos en Zaman no parecen del filme, sino más bien de Arte, la cadena de televisión francesa encargada de rescatar el filme. Se trata de un prólogo documental formado por imágenes en b/n que hablan de vida, que eliminan la palabra conflicto, guerra, contienda y se limitan a mostrar la belleza del lugar. Pasamos luego de un tratamiento documental a la ficción, del b/n al color. El prólogo, como los informativos, habla de este fascinante y secreto país en plural, mientras que el filme propiamente dicho, en una maniobra más sincera y humana, de devuelve la primera persona del singular.

Zaman es un hombre maduro, no especialmente atractivo, cuya única pasión es Najma, su mujer, quien, en sus propias palabras, ha iluminado su vida a lo largo de treinta años. Najma enferma. “Puede venir del agua, de la alimentación, – dice el medico … hasta el aire que respiramos está contaminado.” La trama del filme consiste básicamente en un largo viaje que Zaman emprende hacia Bagdad en busca de una medicina. Bellos paisajes dentro de un itinerario tortuoso, en busca de un medicamento tan vital como extraño que le llevará a visitar innumerables farmacias. El carácter persuasivo de Zaman aproxima la naturaleza del filme a la cinematografía de su eterno enemigo, Irán. La historia, por otra parte, es una metáfora perfecta de un país que, como también se indica en el prólogo, está condenado a desaparecer. Entonces, si el tema es la muerte y el escenario un país amenazado, ¿dónde reside la belleza de este filme?

En principio, el director, Amer Alwan, no abandona cierto tono documental, hasta que introduce su propia voz, que interroga al protagonista intentando averiguar qué decisión va a tomar. Esa voz basta para que no sea una representación fidedigna de la realidad. Y la belleza surge precisamente por esa capacidad de transcender el objeto representado. Así, la muerte es transcendida por la lucha por la vida, y el escenario, un país en conflicto, exhibe su excelsa y generosa naturaleza.

Por una vez, la cámara se sitúa al lado de sus gentes, y en contra de las noticias, de este mundo mediático, narra un historia sencilla, pequeña, en torno a un hombre que ama por encima de todo a su esposa, acoge a un niño huérfano y sabe traducir la sabiduría de la naturaleza. El conflicto ha pasado a un segundo plano muy marginal, directamente off, netamente auditivo. En Zamán, los únicos signos que quedan de un país conflictivo se reducen al violento sonido de un avión que cruza y espanta a las aves, y el parloteo cansino de una vieja radio.