Oct 042012
 

En el cuarto film de ese gran director llamado Salvador García Ruiz todas las secuencias llegan a una conclusión que trasciende la pura sexualidad

Una buena película no se limita a mostrar aquello que ve, se centra también en la forma, cómo percibe cada situación, cada motivo, y, lo más difícil, refleja lo intangible, aquello que parecía invisible a la cámara y, sin embargo, está presente en la elección de la luz, de los colores, en todo aquello hacia lo que apunta más allá de los márgenes del encuadre. Estos tres modos de ver, del más simple al más complejo, no sólo definen y separan al magnífico trío protagonista, también son la esencia de un cineasta que, como pocos en España, cuenta con la cámara, con los sonidos, obviando esas tediosas explicaciones y subrayados absurdos que uno emplea cuando no confía en la sensibilidad del público. La saludable complejidad de Castillos de cartón consiste en que todo en ella responde a una triple intención: mostrar, sublimar, y, sobre todo, cuestionar ese complejo lazo emocional que, inicialmente, superpone al entorno cotidiano (la España de los 80). El feliz y productivo menage a trois que describe, pasará de encajar en una misma imagen a disgregarse en sucesivos encuadres separados. En realidad, lo que el cineasta señala con esta descomposición es que cualquier vínculo, por muy trasgresor que parezca, sigue siendo frágil cuando genera sus propias leyes y tabúes. La misma banda sonora señala esta fragilidad que transita del trazo firme de un lápiz que garabatea, hasta el rumor del mar, última huella de una libertad que pervivirá como un fantasma.

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