En esta fábula moral, la cámara registra una tensión erótica tan densa, que acaba encerrando en un marco absurdo una clásica situación de conficto entre Israel y Palestina
Las fronteras que separan los israelíes de los palestinos encuentran en esta película una equivalencia directa con esa brecha existente entre los sentimientos y las ideas, también entre lo que a menudo muestra el cine y lo que luego sucede, o quieren que suceda, en la vida. Los limoneros, como fábula inteligente que es, nos habla de una cosa mientras al mismo tiempo muestra otra. Todo parece consistir en una decisión militar que decreta arrancar unos limoneros, para mayor seguridad y por si pudiera servir de refugio y zona estratégica de francotiradores. Una decisión que firma el Ministro, que va a ser acatada por hombres, pero que va a chocar con una historia protagonizada por dos mujeres: la esposa del ministro que, irónicamente, duerme con sábanas de color amarillo limón, y la dueña de los limoneros, de una intensa belleza, capaz de seducir mejor que nadie a una cámara que queda prendada y ya no reproduce un película estrictamente política, sino que se rinde a una hermosa y contenida historia de amor. Afortunadamente, la película no redunda en el viejo conflicto entre prosa (las órdenes del Gobierno) y la poesía (los ideales de un individuo). El mejor poema del film se sitúa en el lugar del Estado, esa imagen tan temida de un muro de piedra, una nueva frontera que el cuerpo militar erige victorioso, cuando, en realidad, es una verdadera auto inmolación, un nuevo tejido que separará definitivamente al Ministro del espectáculo de la vida.