Los hermanos Coen se olvidan de fórmulas conocidas, de virtuosismos vacíos y consiguen volver a fascinarnos con una película insólita y nueva
Antes que entender porqué esta película de los hermanos Coen se inicia con una historia fantástica de otro tiempo, interpretada por personajes que no volverán a salir, habría que fijarse en las dos imágenes que une: esa puerta que se cierra ante nuestra mirada y ese túnel oscuro que resulta ser el canal de un oído. Algo que parece clausurado en las primeras secuencias, prosigue muy animado siguiendo las vibraciones de un tema de Jefferson Airplane. Un túnel del tiempo se cierne, pero no sólo para conducirnos a un momento concreto, 1967, sino, sobre todo, para trasladar esa lógica propia de los cuentos: donde los fantasmas existen, la verdad deriva en mentira y las cosas suceden porque tienen que suceder. Sin una respuesta clara, sin un solo sentido, ni una sola imagen que no se rompa. Este triple salto mortal que proponen los Coen ha consistido precisamente en jugar en todo momento con secuencias sin resolver, en olvidarse de fórmulas, dejarse de virtuosismos y apostar, más que nunca, por una película insólita y nueva. Sólo de ese modo, consiguen que el protagonista, un hombre serio, alguien que vive sumido en sus creencias religiosas, en un frío raciocinio, tenga algo de interés. Lo encontramos colocado en un contexto anómalo, sí, esquizoide, también, pero todo respira dentro de una estructura narrativa muy sólida que, si bien empieza en un sumidero de ondas sonoras, ese tabique auditivo, acabará derivando en un potente tornado.