Sep 292012
 

Antes de las imágenes. En un sentido irónico, Wonderful town es un pueblo habitado por gente un tanto nauseabunda: seres ociosos, mirones, transeúntes, hombres intolerantes que vagan sin entender qué es la vida, zombies que, sembrando miseria y muerte, custodian celosamente este pueblecito recién devastado por un tsunami. Supervivientes que, sin embargo, parecen haber muerto, pues ya no entienden, incluso matan la poesía. En este contexto hostil, como alguno de los mejores westerns, la trama arranca cuando aparece un ser ajeno, alguien sin pasado, de ninguna parte, un visitante que, inocente, será portador de vida.

Empiezan las imágenes. Este hombre llega al pueblo y se fija en un edificio: ¿Es un hotel?, pregunta a un lugareño. Éste, afirma. Entonces, entra y reserva una habitación. Es un lugar desierto, un sitio de paso, un espacio que se ha ido deshumanizando. Pese a ello, este hombre decide extrañamente quedarse. Le gusta este vacío, esta tranquilidad. Y le anima también ese otro personaje que entra en acción: la joven encargada del hotel. Puede que algunos piensen que no ha pasado nada, pero sí ha ocurrido. Acaba de iniciarse la historia de cómo un hombre encuentra a una mujer, ese relato eterno, pero maravilloso e inagotable, donde enseguida la mente se anticipará al cuerpo. Ella cree que él está de paso. Como todos. Él dice que no, que se queda. Entre silencios y miradas, se irá tejiendo la historia, su historia. Cada día, él, que es arquitecto, se va a trabajar. Y ella, ordena su habitación. Husmea sus cosas, acaricia las sábanas y se tiende al lado de la huella que ha dejado en el colchón. Al principio, surge el gesto, aparecen los objetos. Luego, en realidad muy pronto, el cuerpo de él se irá acercando al de ella. Del mismo modo, primero está el verbo; luego, la acción. En un momento breve de intimidad, ella le dice: “Apenas tengo tiempo de estar sola. En el hotel, una siempre tiene alguna tarea que hacer”. Devorada por el trabajo, sin tiempo ni descanso, el amor es imposible. Su ausencia habita en estas palabras, que son a su vez una invitación. El receptor de la frase debería en algún instante cogerla y sacarla de ese espacio exigente, ruidoso. Sus palabras liberan el deseo de esta imagen: una habitación vacía, donde él y ella se penetren y abracen, la visión de un espacio íntimo donde ambos compartan el silencio del amor. Una imagen que, por más que nos sea negada, es la piedra angular de este relato elusivo, fantasmático.

Las imágenes. En Wonderful town el silencio es su auténtico tejido; la frialdad es contención; y su tono irreal es poesía, escape, sueño. Por más que la cámara se mueva, la fijamos en nuestra memoria. Y es inevitable, para cualquier espectador despistado, pensar a primera vista que no ha habido viaje, cuando en realidad sí lo hay. Se ha producido un desplazamiento mental, sin subrayados (es cierto), sin explicaciones (no hacen falta) que conduce a una catarsis dramática que no desentona, que es muy lógica e irreprochable cuando forma un bucle con el principio. Pues, de manera enigmática, Wonderful town se origina en la orilla del mar para culminar trágicamente en el fondo oscuro del océano.

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