Con Grizzly man, Werner Herzog nos regala una revelación: todavía existen imágenes nuevas y territorios inexplorados por el cine
La realidad actual tiene tanto crédito como la fantasía; el mundo moderno es un espacio herido, rodeado de cámaras y dañado por la civilización. No quedan espacios vírgenes, ni imágenes verdaderas, concluye Werner Herzog. El drama del cine, que se alimenta de una realidad y propone un encuentro con el mundo, es que se ha transformado en un arte imposible. Grizzly man, afortunadamente lo desmiente. No es propiamente su película, sino un objeto encontrado: 100 horas de vídeo que el ecologista Timothy Treadwell dejó de su experiencia durante 13 veranos en las tierras de Alaska, antes de ser devorado por un grizzly, el oso más peligroso del mundo. Así, mientras la vida habla de un cuerpo engullido, de unas vísceras, el cine, más amable, revela la imagen del actor ausente. El encuentro con la naturaleza salvaje tuvo lugar puesto que fue filmado. Y Herzog, fascinado, monta e interroga unas imágenes bellas, de una infancia excesiva, que rebasan el límite de lo filmable y describen al loco aventurero que desprecia el peligro y asume el riesgo. Treadwell, enamorado de los osos, protagonista de su propia película, desestima una naturaleza caótica y cruel: para él, un zorrito descuartizado, un osito devorado por su padre, no son más que fallos de guión. Herzog muestra tanto como puede, respetando la privacidad de su muerte, y nos brinda un abanico de imágenes puras que sitúan al espectador más allá de los límites del cine.
En el primer plano del filme, sobre la imagen de nuestro personaje, leemos: Timothy Treadwell (1957-2003). Es importante para Herzog que el espectador tome conciencia, desde el primer instante, que aquello que va a contemplar a continuación, por muy estúpido y descabellado que parezca, tiene la trascendencia de un último aliento, el poder de unas imágenes que preludian las últimas y que abren un interrogante aparentemente imposible: analizando las imágenes del documental encontrado, ¿es posible hallar algún signo de muerte que pronostique la inminente fatalidad? ¿Es la cámara lo suficientemente sensible como para dar un resultado profético, capaz no sólo de revelar el tiempo presente de la imagen, sino contener parte de futuro? Y más allá del cine y sus imágenes, estudiando la historia de esta aventura, leyendo las últimas entradas del diario de Timothy, ¿hasta qué punto podíamos predecir el preciso instante de su muerte? El documental empieza y los signos suceden: su último verano con los osos fue el nº 13; el último oso que filmó, quizá su asesino, parece jugar en el agua pero quizá sólo está desesperado buscando comida; Amie, la novia de Timothy, ausente en el resto de filmaciones, aparece como despedida en el último vídeo, justo antes de morir; el último plano rodado, el más revelador, muestra Timothy desenfocado, improvisando y estirando su discurso en un paisaje que se mece por un viento paulatinamente agresivo. Entonces, Herzog afirma: “Parece que duda sobre si debe salir del último cuadro de su película”. Finalmente, sale. Ya no está. Desaparece. En su diario había escrito indignado: “Cómo odio el mundo de los humanos”. Y Herzog, otro loco aventurero, pero también un sabio, no le respalda: “La aventura de Treadwell, sus vídeos, demuestran que no se trata de mirar la vida salvaje, sino de mirarnos a nosotros mismos, nuestra naturaleza”.