Ago 312012
 

Bin-jip (Hierro 3, 2004), tiene un punto de partida abismal, de infinitas posibilidades, ya que, siguiendo al joven protagonista, su trayectoria azarosa, en ningún momento sabemos desde y hacia dónde se dirige la historia. El héroe principal, montado en una lujosa moto, ha surgido de la nada, no tiene nombre, no habla y se conduce con excesiva pulcritud, sin dejar rastro allí donde pasa. Vaga de un lado a otro, ocupando hogares que no son suyos, viviendo a través de los recuerdos de otros, fotografiándose frente a imágenes familiares ajenas, durmiendo en sus camas, con sus pijamas. Su personaje principal, como tantos otros en la filmografía de Kim Ki-duk es un desposeído, sin hogar ni ocupación. Repasando la obra del cineasta coreano encontramos con frecuencia personajes marginales y solitarios que sobreviven gracias a formas de vida dudosas, peligrosas, sin ninguna clase de barrera ética o moral.

Frecuentemente, en cada una de las obras de este cineasta coreano, reconocemos claramente tres partes diferenciadas que no corresponden necesariamente a una presentación, nudo y desenlace, sino más bien a tres fases muy distintas de una misma historia: descubrimiento-estallido-relajación. 1. Aparece la principal del film. 2. Se expresa con rabia. 3. El tono agresivo agoniza, se suspende, hasta que la trama adquiere un punto de ebullición cero. Entonces, el silencio y la naturaleza toman posesión de la cámara. La colman.

Bin-jip, narrativamente inusual, revela en esas tres fases un único y homogéneo motivo: el aprendizaje de lo invisible, borrar la barrera que separa la presencia de la ausencia, adquirir una categoría fantasmal. La película, cuya forma no participa explícitamente de lo fantástico, adopta esa dirección a partir de una secuencia: aquella en la que su protagonista utiliza una pelota de golf para comunicarse con la heroína de la historia, una mujer maltratada, refugiada en uno de esos hogares, presuntamente vacíos, que ocupa nuestro protagonista. Ambos, desengañados del cruel mundo, instalados en el silencio, se reconocen instantáneamente y entran irremediablemente en contacto. La primera forma de comunicación, decíamos, adquiere esa forma redonda de una pelota de golf, cuya forma coincide, es un elemento clásico en la iconografía del cine fantástico. Baste recordar films como No apuestes tu cabeza contra el diablo” (1968) de Federico Fellini, en la que un atormentado Poe imagina al diablo en forma de cándida niña que juega con una enorme pelota; o Solaris (1972) de Andrei Tarkovski, en la que una pelota, surgida del vacío, supone el primer contacto con lo desconocido del cosmonauta Kris Kelvin, recién llegado al planeta.

A partir de ahí, Kim-Ki Duk, apuesta porque sus dos protagonistas, de una gran fortaleza espiritual, vivan silenciosamente sumergidos en el parloteo inútil e irracional de un mundo abiertamente violento y desagradable. Dos universos que conviven en el mismo plano, alcanzando un equilibrio, sin un desenlace moral, ni adoptar de modo alguno la forma de una previsible venganza. La resolución coherente, aquella que se ajusta a la respiración de todo el relato, debía ser otra, mucho más compleja y menos convencional: en Bin-jip, aquellos cuerpos que más nos importan, los de la pareja protagonista, que han aprendido a minimizar sus signos de vida, alcanzan, en una última y bellísima imagen poética, una dimensión nueva, plenamente aérea. Sus cuerpos, enlazados, se embriagan de alma.

Ago 282012
 

El cineasta turco Nuri Bilge Ceylan ha construido un poema basándose en un movimiento contradictorio del paisaje y los personajes

Cabría imaginar un cine en el que el movimiento de sus personajes fuera ajeno al espacio y el tiempo atmosférico. En el que no fuera predecible, a tenor de la temperatura ambiente, conocer el estado de espíritu de sus protagonistas. Donde no fueran válidas conexiones fáciles ni pronósticos cómodos del tipo “diluvia, luego llueve sobre el corazón de sus héroes”, sino que reprodujera sencillamente el caprichoso ritmo de sus deseos o la paradójica e informe corriente de sus sentimientos, sin tender un puente directo con las imágenes. Un lugar paradisíaco, en tiempo soleado, sería quizá entonces un lugar idóneo para la ruptura de una pareja mientras que un paisaje inhóspito, con un clima gélido, infernal, se volvería apropiado para un reencuentro. Sería un cine construido sobre estas paradojas, donde el personaje parece reír a principio de plano, mientras poco a poco van brotando unas lágrimas, en el que el prospecto playero de una agencia de viajes giraría sobre la imagen de un avión que planea sobre una nevada, y una violación se transformaría en un acto de amor. Así, el espectador que empieza adivinando, complacido quizá al reconocer la primera metáfora perfecta que relaciona unas ruinas históricas con el decrépito estado de una relación sentimental, se dará cuenta más tarde que no tiene más remedio que perderse y mecerse en base a unos sentimientos que reconoce, pero que no son suyos. Algunos directores sueñan con esta película, mientras que otros, sólo unos pocos, como el caso de este film del cineasta turco Nuri Bilge Ceylan, no sólo lo consiguen, sino que obtienen un poema emocional.

Ago 252012
 

En el momento de su estreno, escribí: De bajísimo presupuesto, esta producción de Steven Soderbergh, puro ejercicio de expresión cinematográfica, dejará las salas vacías. El espectador se lo pierde.

No contar nada. Ése es el mayor desafío que puede plantear el cine contemporáneo. Exponer un argumento que no contenga ningún conflicto, que obvie cualquier problema y se limite a narrar cómo el tiempo fluye. Bubble deja al espectador frente a una mecánica perfecta, en la que todo transcurre de forma plácida y dolorosamente natural: personajes que comen porque tienen hambre, que trabajan para vivir y que duermen para descansar. En la primera mitad de metraje, seguimos unos protagonistas sonámbulos, miembros de una pequeña comunidad entregada a su trabajo en las fábricas, seres que hablan poco y dicen menos, que viven de forma muy calculada, atendiendo sus necesidades y cumpliendo sus deberes. Así y de forma muy natural, el espectador más despistado se interrogará sobre la verdadera naturaleza de un film cuya mayor estridencia consiste en la aparición de un personaje que tiene belleza, juventud, vida, y que, por tanto, no respeta las reglas. Un tema que parece que no basta, y menos en manos de un cineasta como Steven Soderbergh, responsable directo de productos mucho más comerciales, pero también autor impredecible, capaz esta vez de concebir todo un ejercicio de expresión cinematográfica en el que su verdadero tema nunca viene contenido en unos diálogos, llamativamente insustanciales, sino en el poder de una imagen que escudriña e interroga los rostros de unos personajes que, esencialmente, ocultan un horror. Y resulta inevitable: en un primer plano, expuestos bajo una luz dura, el alma de los personajes sobresale. La cámara no miente.