Bin-jip (Hierro 3, 2004), tiene un punto de partida abismal, de infinitas posibilidades, ya que, siguiendo al joven protagonista, su trayectoria azarosa, en ningún momento sabemos desde y hacia dónde se dirige la historia. El héroe principal, montado en una lujosa moto, ha surgido de la nada, no tiene nombre, no habla y se conduce con excesiva pulcritud, sin dejar rastro allí donde pasa. Vaga de un lado a otro, ocupando hogares que no son suyos, viviendo a través de los recuerdos de otros, fotografiándose frente a imágenes familiares ajenas, durmiendo en sus camas, con sus pijamas. Su personaje principal, como tantos otros en la filmografía de Kim Ki-duk es un desposeído, sin hogar ni ocupación. Repasando la obra del cineasta coreano encontramos con frecuencia personajes marginales y solitarios que sobreviven gracias a formas de vida dudosas, peligrosas, sin ninguna clase de barrera ética o moral.
Frecuentemente, en cada una de las obras de este cineasta coreano, reconocemos claramente tres partes diferenciadas que no corresponden necesariamente a una presentación, nudo y desenlace, sino más bien a tres fases muy distintas de una misma historia: descubrimiento-estallido-relajación. 1. Aparece la principal del film. 2. Se expresa con rabia. 3. El tono agresivo agoniza, se suspende, hasta que la trama adquiere un punto de ebullición cero. Entonces, el silencio y la naturaleza toman posesión de la cámara. La colman.
Bin-jip, narrativamente inusual, revela en esas tres fases un único y homogéneo motivo: el aprendizaje de lo invisible, borrar la barrera que separa la presencia de la ausencia, adquirir una categoría fantasmal. La película, cuya forma no participa explícitamente de lo fantástico, adopta esa dirección a partir de una secuencia: aquella en la que su protagonista utiliza una pelota de golf para comunicarse con la heroína de la historia, una mujer maltratada, refugiada en uno de esos hogares, presuntamente vacíos, que ocupa nuestro protagonista. Ambos, desengañados del cruel mundo, instalados en el silencio, se reconocen instantáneamente y entran irremediablemente en contacto. La primera forma de comunicación, decíamos, adquiere esa forma redonda de una pelota de golf, cuya forma coincide, es un elemento clásico en la iconografía del cine fantástico. Baste recordar films como No apuestes tu cabeza contra el diablo” (1968) de Federico Fellini, en la que un atormentado Poe imagina al diablo en forma de cándida niña que juega con una enorme pelota; o Solaris (1972) de Andrei Tarkovski, en la que una pelota, surgida del vacío, supone el primer contacto con lo desconocido del cosmonauta Kris Kelvin, recién llegado al planeta.
A partir de ahí, Kim-Ki Duk, apuesta porque sus dos protagonistas, de una gran fortaleza espiritual, vivan silenciosamente sumergidos en el parloteo inútil e irracional de un mundo abiertamente violento y desagradable. Dos universos que conviven en el mismo plano, alcanzando un equilibrio, sin un desenlace moral, ni adoptar de modo alguno la forma de una previsible venganza. La resolución coherente, aquella que se ajusta a la respiración de todo el relato, debía ser otra, mucho más compleja y menos convencional: en Bin-jip, aquellos cuerpos que más nos importan, los de la pareja protagonista, que han aprendido a minimizar sus signos de vida, alcanzan, en una última y bellísima imagen poética, una dimensión nueva, plenamente aérea. Sus cuerpos, enlazados, se embriagan de alma.