Ago 012012
 

1914. Más allá del último lugar civilizado, un enorme macizo atraviesa los cielos de África. No aparece en los mapas. Es un lugar de misterio, un edén, en el que palabras como preso, guardián, sentencia, castigo, tortura, encerrado, muros, perdón, culpabilidad, vergüenza y pecado, carecen de sentido. Allí, fuera de su tiempo, casi siempre subido a los árboles, rodeado de monos, salvaje y libre, vive un único hombre: Tarzán. Jamás descendería, ya que, abajo, un mundo enfermo, llamado civilización, está armado: en él seres humanos se esclavizan y maltratan, se masacran animales, y la única motivación es la codicia, el afán de marfil y piedras preciosas. Tarzán no entiende ese tipo de riquezas pero sabe lo que significa el deseo. Un día, que se queda observándolos, algo reclama poderosamente su atención. Y lo toma de la única forma que sabe, de forma natural, como un fruto que se le ofrece y que aúlla como un animal asustado. Es una mujer, bella, también ridícula, ataviada en plena jungla con un sofisticado vestido de noche. Tarzán se lo arranca, se baña junto a ella, la devuelve desnuda e inocente a un nuevo mundo. Ella, confundida, seducida, le enseñará rápidamente el lenguaje, al mismo tiempo que aprenderá a nombrar de nuevo las cosas más esenciales: “Amo a Tarzán. Tarzán es el amor de Jane. Como las estrellas en la noche, como el aire para respirar. Tarzán me da la vida.” Jane le enseña un vocabulario selecto, mínimo, exquisitamente escogido y, en su sana ignorancia, Tarzán se transforma en un raro poeta, para él todo se define por su símil poético: un avión es un pájaro de hierro; Nueva York, una jungla de piedra y sus ciudadanos son nativos. Allí, en la gran ciudad, un abogado pedante le pregunta: “¿Sabe leer? “ Y él: “Tarzán leer huellas en la jungla. Leer nubes en el cielo. Los hombres sabios necesitan poco: encontrar comida si tener hambre, agua si tener sed, ser fuerte como un león y feliz como un pájaro.”