Ago 222012
 

Desde sus primeras imágenes, Carlos contra el mundo cuenta la historia de una película que responde a otro nombre: El hombre araña contra el mundo. Un título que la Marvel no permitió.


Frente a un enchufe, un niño disfrazado juguetea intentando crear una araña radioactiva. Se coloca una máscara y la cámara se aproxima a unos ojos desafiantes. Los plomos de la casa se funden, la madre aparece y la imagen se desplaza del lugar de la riña a la ventana de la habitación, desde la que vemos la lluvia y un adhesivo de Spiderman. ¡Carlitos, cuando se entere tu padre verás! La lluvia y la amenaza comunican con una carretera mojada en la que un hombre vende tabaco. De regreso a casa, muere solo, en un estúpido accidente de moto. Asistimos a su entierro, y allí, un lento travelling se detiene ante la mirada derrotada de un joven. ¡Pobre soñador de tebeos! Dolorosa rima, elipsis inesperada: de la mirada grave a los ojos hundidos, ha llovido de tal modo sobre la infancia de Carlos, que ni él ni nosotros habíamos percibido el paso del tiempo. Un ciclo acaba de culminar, y ahora Carlos, sin oficio ni beneficio, será un superhéroe de barrio que debe luchar contra el nuevo rol que le han asignado, el de cabeza de familia, y una realidad que no le apetece vivir. La aventura es muy creíble y cuenta con villanos y aliados del todo reconocibles: una madre viuda, un hermano pequeño, una tía gruñona, un primo prepotente, una novia peluquera, un amigo quiosquero, un colega mangui…

Lo que sigue, no es el sueño peterpánico de una infancia inmóvil, sino la pesadilla del mundo. El tiempo del relato se ralentiza y nos preguntamos por qué las horas de nuestra infancia fueron tan breves. Carlos deberá enfrentarse contra todo un universo de valores: encontrar trabajo, conseguir dinero y aceptar responsabilidades. Para no hacer esto, se convertirá en ladrón, estafador y embustero. Así, la historia del filme nunca será la de un tipo que crece, obtiene un empleo y mantiene a su familia. Lo que cuenta, sobretodo, es cómo un chico pasea ocioso por la playa, escucha música techno y pinta un mural. Es el conflicto común de las mejores comedias: esa dialéctica imposible de unas imágenes libres que relacionan una trama de bloqueo con un personaje loco y desinhibido.

Descubrimos al auténtico Carlos paseando las horas de su presunto trabajo por las playas de su niñez. Y, alejado de cualquier reproche, nos damos cuenta de que suele evitar una posición erguida. Lo vemos encima de la torre de vigilancia, mirando el cielo a través de vidrios de colores, caminando a cuatro patas o escalando su mural. Ese mural, es una obra secreta, una imagen negada y, como tal, estimula nuestro deseo de ver. Detectamos sus trazos circulares, sus colores chillones. Pero, mientras nuestra astucia de adultos adivina su forma, ha pasado desapercibido su rico potencial semántico, su carácter de diagrama reconocible de un mundo soñado, definitivamente perdido.

Carlos es descubierto y, como castigo, se le condena a vivir ante la indiferencia del mundo. Huye. Y, para ello, no nos extraña, toma un avión. Podríamos interpretar poéticamente ese último gesto, y afirmar que Carlos viajó al mundo de los seres insensatos que conocen la alegría del cielo. No bastaría. Sencillamente diremos que Carlos encontró el valor de viajar hacia sí mismo y quizá entendamos mejor la mirada de su autor, Chiqui Carabante. Reconocer cómo él esos lazos excesivamente débiles que unen el alma con el mundo. Dentro del avión, la cámara retoma su primer movimiento, vuelve sobre su personaje. Y, hay que decirlo, difícilmente una película española había mirado tan de cerca los ojos de la infancia.

Ago 182012
 

El cine ha explicado hasta la saciedad que mirar el mundo es un espectáculo. La spettatrice muestra de un modo muy original que el espectáculo aún no ha terminado.

Hay algo evidente, muy en la superficie de esta película, que la hace distinta a cualquier otra que trate el tema de la mirada. Valeria, como tantos otros personajes del cine, mira cada noche a su vecino por la ventana. Su manera muy cinematográfica de amar consiste en mirarlo profundamente. Pero esta mujer solitaria, que trabaja pronunciando en otros idiomas las palabras de los demás, que sigue los pasos de otros, es bellísima. Entonces, uno no entiende, y se pregunta porqué es la mujer que mira y no, lógicamente, la mujer mirada. La respuesta es sencilla: a lo largo de toda su historia, el cine ha (ad)mirado excesivamente la belleza, la ha desgastado. Y el cineasta Paolo Franchi en la spettatrice, se aparta de un camino muy trillado y se pregunta qué ocurriría si la silenciosa heroína de su historia, ese personaje que sólo desea saber y mirar pasando inadvertida, tuviera la torpeza de ser hermosa. Y la película llega al fondo de la cuestión, se mueve. El vecino se muda a Roma y Valeria, sonámbula, lo sigue, abandonando su ventana. Entonces, ese movimiento directo, en el que el personaje principal decide, se aproxima, se hace visible, atraviesa la línea de la sombra, rompe con toda la lógica de un film muy poco predecible.

Ago 152012
 

A menudo, escucho este reproche: Es que no sé qué cuenta. Una aseveración fácil, perezosa, que responde a la dificultad de hallar unas palabras precisas que definan una determinada obra cinematográfica. Por el contrario, Deberíamos preguntarnos: ¿es que acaso tendría que haberlas? Y si las hubiese, ¿no debería su autor haber escrito una novela en lugar de rodar un film?

Intentar definir La ciénaga (2001) de Lucrecia Martel, implica referirse a la psicología de unos personajes o describir unas atmósferas, mucho antes que intentar resumir su argumento. En cada caso, cada alma viviente que habita los fotogramas de este esquivo film, prevalece un movimiento muy particular: un gesto privado, una acción personal, cuyo sentido percibimos sin tener que entenderlo. Más aún, cuando la dinámica general de esta película, al estar condenada o desembocar siempre en una quietud, carece de un evidente sentido. El plano que predomina, aquél que atraviesa con mayor insistencia todo el metraje, acoge de manera horizontal unos cuerpos hastiados, tendidos en camas, tumbonas, víctimas de un hiriente calor. Tanto es así, que no resulta nada extraño lo que acontece en el hábitat principal de La ciénaga. En La Mandrágora, se libera una carga de sexualidad, tan palpable como furtiva. Frente al desdén que Mecha y Tali muestran por sus maridos , un evidente erotismo impregna los vínculos afectivos que median entre hermanos, primos, sobrinos y criadas. Detectamos ligeros gestos muy expresivos, miradas efervescentes plenas de húmeda complicidad. En definitiva, pequeños signos que invitan al estatismo, al secreto, capaces de sustituir todo deseo externo. Ningún escape posible, ningún viaje, en este círculo cerrado, esta telaraña de voluptuosas imágenes. El ejemplo más evidente, nos lo dará José, el hijo errante de Mecha. Tras conocer la noticia del accidente, la imagen de su cuerpo saltará de la ciudad, donde prepara la maleta, al interior de la finca, en un impactante plano desnudo, de espaldas, quitándole las gasas a su madre. El viaje, aunque real, se ha eludido, privilegiando el paso abrupto entre estaciones, el choque sensual y directo de unos cuerpos.

Se dan, sin embargo, perturbadoras imágenes de tránsito. El tiempo no se desliza de forma tan seca y lineal, uniendo directamente causas y efectos. De manera inesperada, unos niños corren con globos llenos de agua, sustituyendo la carrera de Mecha hacia el hospital. Risas compartidas entre perseguidores y perseguidos, cuando la situación sigue siendo la misma: un calor del carajo. Corte. Y, diez minutos después, retoma el movimiento de otros globos que estallan en la puerta de cristal de una tienda de ropa, donde las niñas buscan algo que regalar a su hermano José. Este juego de niños se trunca y reencuentra tiempo después. La causa (persecución con globos) y efecto (estallidos sobre el cristal, tomados desde el interior del local) se han separado. El tiempo se ha escindido, desnaturalizado. Se ha roto la progresión lineal que aparentemente tiene toda la película. En el primer caso, de forma hipnótica, elegante, enlazando sonidos de claxon. En el segundo, como hiato imposible, uniendo el gesto de rechazo de Mercedes y la pose apesadumbrada de José, con una animada persecución infantil.