Marguerite Duras afirmó que el valor de “Wanda” reside en la capacidad de su autora de mostrarse a sí misma, ser ella misma delante de la cámara. Con toda su dureza, “Wanda” es un gesto de afirmación, la única huella que dejó una gran cineasta.
El interés de algunas películas, las más singulares, es que se hicieron en un instante en que su autor desconocía el oficio. No entendía de trucos fotográficos, no sabía iluminar decorados, ni tan siquiera dirigir personas que no fuesen reales. Se trata de films construidos desde la convicción, sin dinero, con amor. Cine amateur. De todo ese cine posible, pero inadmisible en salas, Wanda quizá sea la más seca, chocante y desgarrada. Una obra maestra que su actriz-directora, Barbara Loden, jamás estrenó.
La singularidad de Wanda es que retrata una mujer que no lucha, que le da mucha pereza existir. Esa es paradójicamente la forma de ser, de estar, del personaje. Una opción extremadamente radical, poco o nada cinematográfica, que puede desorientar al princicipio, incluso despertar un atisbo de simpatía feminista. En la primera secuencia, ella no entiende que hayan obligaciones de esposa, de madre,… Pero solo es el arranque y esa mirada, esa lente, no bastan. La película continúa hasta rasgar el tejido de lo femenino, luego se pasea por lo humano, para desembocar en lo puramente animal. La literatura, el arte, el cine, rebosan de personajes ejemplares. Pero no todos están preparados, dispuestos a trabajar, empeñarse y luchar. Wanda tampoco. Vivir implica un esfuerzo continuo. Requiere energía, juventud, voluntad, capacidad,… Barbara Loden ha despojado a su personaje de todos estos atributos. De alguna manera, lo ha esencializado, le ha ido arrancando todas sus capas. Torpe, lenta, vacía, cansada, Wanda no llega a ser ni esposa, ni madre, ni amante, ni trajadora… Hasta el límite de obligarnos a pensar qué queda. ¿En qué nos convertimos al restar todas estas capas? Probablemente, en poco más que una imagen. Una imagen justa: la de una persona en mitad de la nada, que mira a un lado y a otro desorientada.
En las últimas imágenes, el personaje ya está desnudo. La descubrimos, y nos damos cuenta de que Wanda no es una marginada, no es una mujer joven enfudada en un disfraz de clochard. Es un animal perdido con forma humana, alguien que, en mitad de la noche, mira alrededor en busca de una mirada amable, un gesto cariñoso, el guiño ligero de alguien que pague una cerveza. Entonces, comprobamos que su alma respira vagamente en planos desenfocados, en ese instante la suya es una imagen fotográfica invadida por el grano, hasta que se congela. Ella se detiene, porque ya no tiene voluntad de vivir. Expira mientras la bobina sigue rodando, dejando que el rollo de película se deslice unos pocos metros en silencio. Ella culmina, pero sus imágenes siguen vivas. 26 años después, Karen Moncrieff, recupera este recurso al final de The dead girl. Lo entendemos, y la disculpamos. Quizá no haya muerte cinematográfica más dolorosa y bella.