Jul 282012
 

Paolo Sorrentino nos regala una película absorbente que empieza silenciosa, da un giro y acaba dejándonos mudos

A Titta di Girolamo, personaje principal de Las consecuencias del amor, le interesa muy poco la realidad. Apenas habla, y, desde hace ocho años, ocupa una impersonal habitación de hotel. Diariamente, juega consigo mismo al ajedrez, toma notas en un cuadernillo y dedica las horas muertas a contemplar prudentemente los fenómenos del mundo. El espectáculo no le es indiferente: una carroza fúnebre se desplaza sin cortejo, un hombre se cruza con una joven y se golpea con una farola, unas enormes grúas se mueven bajo un bellísimo crepúsculo… Elementos que parecen ajenos a la acción, pero que, muy pronto, descubriremos de qué modo prefiguran el desarrollo de un filme que, teniendo un arranque de cine mudo, poco a poco, va permitiendo que su silencio se llene de palabras. Es entonces, cuando la narración hermética se ilumina y pasamos de una inacción psicológica a una violencia de género. Se ha zanjado ese instante mágico en que debemos adivinar el contenido de aquello que no se dice, pero, sin embargo, ese giro narrativo, más mecánico y menos expresivo, nos regala la mejor secuencia del filme: aquella en la que Titta, ese ciudadano gris que no parece pertenecer a la sociedad, debe definirse. Y, tristemente, comprobamos que sólo necesita conjugar unos pocos verbos y algún predicado. Lo veíamos en la secuencia de los títulos de crédito: ese punto que se aproxima lentamente y revela que apenas somos una presencia y un pequeño equipaje.

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