Ni antiguo, ni moderno, el último film de Eric Rohmer es una pieza delicadísima desligada del tiempo
¿Qué puede decirse de un film del 2006 que tiene el estilo, la luz y la textura formal de una película de los años 70? Que es una obra radicalmente desacorde con su tiempo, fruto de un autor inconformista que, como nadie, nos recuerda que el cine es también un máquina del tiempo, un excelente vehículo capaz de sustraernos y conducirnos a otra época. En el año 2001, con La inglesa y el duque, el cineasta francés ya había realizado un film sobre la imposibilidad de reconstruir los escenarios de la Revolución francesa, que contemplábamos como bellísimas postales y troquelados de cartón que hacían falso y viejo el castillo empleado ese mismo año por Vicente Aranda en Juana la Loca.
En el 2006, sin otra ventaja que haber encontrado un refugio natural que conserve la poesía salvaje de la época, Rohmer ha concebido una película sobre la posibilidad de viajar al siglo V, no sólo por el placer de trasladarnos al pasado sino más bien para recuperar un lenguaje exquisito y una dialéctica profunda que, en definitiva, interesa cuando toca los temas eternos que nos siguen fascinando: el amor profano frente al amor puro, la existencia de Dios, el conflicto del alma y el cuerpo, el vértigo de los sentimientos, la pasión más allá de la muerte… Y en un sentido puramente visual: la inocencia, la belleza, la juventud,…. El romance de Astrea y Celadón no es un documental sobre el lenguaje de otra época, sino una alucinante ficción donde las palabras acarician los cuerpos, una exquisita obra maestra cargada de sensualidad, capaz de devolver una idea de erotismo a un mundo cargado de pornografía. Aquí, la idea del amor absoluto, la escena crucial del encuentro, esa definitiva pulsión de la luz frente al cuerpo amado, se resuelve de un modo misteriosamente extático. La cámara, ese objeto moderno que parece que no se detiene, sublima la mirada y fija su atención sobre el cuerpo. Una voz en off lo describe, como un cuadro. La palabra, siempre la fascinación de la palabra, como en casi toda la obra de Rohmer, capaz de negarle protagonismo a una cámara que nunca pareció existir, que siempre se movió al compás de los personajes. El verdadero artista es así, como un buen criminal siempre es capaz de elaborar su obra sin dejar huella.