En el momento de su estreno, escribí: De bajísimo presupuesto, esta producción de Steven Soderbergh, puro ejercicio de expresión cinematográfica, dejará las salas vacías. El espectador se lo pierde.
No contar nada. Ése es el mayor desafío que puede plantear el cine contemporáneo. Exponer un argumento que no contenga ningún conflicto, que obvie cualquier problema y se limite a narrar cómo el tiempo fluye. Bubble deja al espectador frente a una mecánica perfecta, en la que todo transcurre de forma plácida y dolorosamente natural: personajes que comen porque tienen hambre, que trabajan para vivir y que duermen para descansar. En la primera mitad de metraje, seguimos unos protagonistas sonámbulos, miembros de una pequeña comunidad entregada a su trabajo en las fábricas, seres que hablan poco y dicen menos, que viven de forma muy calculada, atendiendo sus necesidades y cumpliendo sus deberes. Así y de forma muy natural, el espectador más despistado se interrogará sobre la verdadera naturaleza de un film cuya mayor estridencia consiste en la aparición de un personaje que tiene belleza, juventud, vida, y que, por tanto, no respeta las reglas. Un tema que parece que no basta, y menos en manos de un cineasta como Steven Soderbergh, responsable directo de productos mucho más comerciales, pero también autor impredecible, capaz esta vez de concebir todo un ejercicio de expresión cinematográfica en el que su verdadero tema nunca viene contenido en unos diálogos, llamativamente insustanciales, sino en el poder de una imagen que escudriña e interroga los rostros de unos personajes que, esencialmente, ocultan un horror. Y resulta inevitable: en un primer plano, expuestos bajo una luz dura, el alma de los personajes sobresale. La cámara no miente.